miércoles, 10 de septiembre de 2008

LA NOCHE DEL GATO

El gato empezó a maullar cuando metí la llave en la cerradura. Después de seis días sin comer me saltaría al cuello. Recordé que Ángela me había abandonado.
Abrir la puerta fue entrar a una jungla interior: en la oscuridad –sus ojos brillaban en la maleza– latía la presencia de un felino carnicero, comedor de hombres. En el cielo lejano, un relámpago; su estruendo retumbó en los cristales de la sala. Regresó la lluvia.
Encendí la luz, la jungla se deshizo, y apareció el gato marica de siempre, restregándose en mis tobillos; solté la maleta y pegó un respingo cunado le cayó encima de la cola. Se redoblaron los maullidos melosos, le di una patada pero se aferró a mis piernas. Con él a rastras fui a la cocina.
Abrí los anaqueles, revolví el refrigerador donde las verduras, abandonadas, criaban hongos con sabia paciencia; metí las manos en ciertos lugares de la alacena que no visitaba hacía meses: tallarines fosilizados, especias en peligro de extinción, harina convertida en roca, un caramelo, telarañas deshabitadas, el frágil cadáver de un ratón. Nada para gatos. Pinche Ángela, me había abandonado.
Este gato, blanco y negro como las vacas, siguió cada uno de mis movimientos con la atención irritante de los babosos. Desesperado le atzá otro patín en sus flacas nalgas. "¡Ya cabrón, no hay ni madres!"
Sin el menor sentido del orgullo, olvidando la ancestral altivez de los gatos, me siguió escaleras arriba y estuvo rondándome mientras yo vaciaba la maleta. Coloqué todo en su lugar con el gato entre las piernas; me siguió al baño, se aferró a los calzones sucios que metí en elc esto, me rasguñó una mano cuando levanté los periódicos regados por la recámara. Chillaba como si estuviera montando a la gata del vecino. "¡Puto, putísimo gato!", grité mientras lo pepenaba del cuello y lo lanzaba por la puerta que cerré con un golpe. Pero el hijo de la chingada se dedicó a arañarla y maullar como si se lo estuvieran cogiendo.
Durante todo el viaje de regreso –más de siete horas de Morelia a Puebla, con sus respectivos transbordos–, una muela me hizo aceptar la irremediable existencia del infierno. Pensaba en Ángela Adónica, en el sonido de sus zapatos en el pasillo, el portazo con que se despidió de mi vida.
–Te dejo al gato, par de putos. Adiós. –de la peda que traía no pude levantarme, arrojarme a sus zapatos de tacón alto y suplicarle que se quedara.
En el taxi el dolor declinó hasta convertirse en un latido pesado en el fondo de mi boca. Ahora, en la madrugada del domingo –desolada, lluviosa–, mientras un gato enloquecía en mi casa, se reiniciaba con un piquete, una gota hirviente que pugnaba por abrirse paso en la encía. Mi futuro próximo me causaba náuseas. Y el gato chinga y jode, psicótico abandonado en sus terrores de noche de tormenta.
Un relámpago silencioso recortó los árboles sobre la turbiedad de fondo marino del cielo. Alcancé a ver por la ventana el perfil de las casas vecinas, tenebrosas y solas. "La noche del domingo, puta madre", pensé, y en ese momento se fue la luz.
Un rayo íntimo, electricidad que desgarra, se encajó en mis encías. Apreté los dientes y el dolor escaló, a punta de piolet, hasta mi frente. Me dejé caer en la cama, una marea caliente recorría mis venas; me sobrecogió la terrible certeza de que había llegado, solo, a una isla desierta llamada Dolor de Muelas, de donde se regresa –en el mejor de los casos– medio loco.
En la oscuridad, mi muela emitía un pulsar fosforescente. Descendí las escaleras de una casa que había dejado de ser la mía, el dolor me desorientaba. En la planta baja, una penumbra cenicienta llenaba el aire estancado de mi ausencia. Las nubes refractaban luces lejanas. Caminaba como si el suelo me doliera, esperando que el felino recuperara su condición de fiera egipcia. Pero nada. Entré a la cocina y a tientas busqué la botella de ron.
Bebí, en una silla del comedor, hasta que la oscuridad comenzó a dar vueltas. Cerré los ojos. Pensé en el ruido de la lluvia, en los suicidas que en ese momento abandonaban la realidad aborrecible de los domingos. "No hay de otra, en todas partes, en esta hora de gatos acechantes, es domingo".
Ángela, a mi lado, me hacía más tolerables las mañanas de los domingos. Yo retiraba mis brazo, dormido, del peso de su cabeza. Besaba su sonrisa quieta y bajaba a preparar el desayuno. Me obligaba, casi de los pelos, a pensar en el domingo como un acontecimiento silencioso. Mientras chirriaba el tocino, me servía un buen trancazo de ron con jugo de naranja.
Ahora se había ido, con rumbo indefinido, irremediable.
Decidí llorar pero, como nadie me observaba, pensé que me vería ridículo.
El dolor de muelas crea un espacio mortecino que nos acompaña desde la infancia pero olvidamos, como si su ausencia lo eliminara de nuestra vida. Las pesadillas de la fiebre, erizadas, recorridas por globos viscosos que rebotan y explotan en cualquier momento, donde ruedan bolas inmensas de espinas y fibras turgentes, tal vez sean el territorio que este dolor domina.
Extrañé tiernamente al gato mientras me empinaba la botella. Conseguí una borrachera rápida, lastimera, insulsa, pero –oh alivio alejarse del mundo que sólo sabe dar vueltas– dormí; tal vez porque en mi recuerdo hay un espacio de silencio, indoloro...
Hasta que alguien encendió un cerillo y me hizo despertar. El dolor era un latido tenue, ya sin espinas. Sumergido en la sabiduría inversa del ron, vapuleado, no sabía qué pasaba.
La mano que sostenía el cerillo lo acercó hacia el cigarro que me colgaba de los labios. Lo primero que sentí fue miedo de inhalar, pensé que el aire frío haría funcionar nuevamente la maquinaria secreta del dolor. Me incorporé, me quité el cigarro de la boca.
–¿Quién chingaos...?
–Entré como siempre entro –dijo, luego encendió un cigarro.
Con el resplandor de la brasa su rostro se iluminó un momento. Era viejo pero su cuerpo no correspondía a su edad, era muy alto y delgado, vestía traje, alcancé a ver la corbata roja.
–Así me conoció Napoleón, así le pegué un susto al borracho de Fitzgerald, así me conociste hace muchos años, cuando eras un niño dormido y estuve platicando con tu padre. Así entro y salgo, aunque nunca sepa dónde entro ni de dónde salgo.
Ahora quería que la muela vibrara, que el empujón del dolor me despertara.
Vi su barbilla, su cuello lleno de pliegues, uno sobre otro, el nudo de la corbata; hablaba sin quitar el cigarro de los labios.
Se movió y yo di un salto. Se detuvo.
–Voy a la cocina, por agua.
Su voz era grave pero quebradiza, piedras deslizándose en el lecho del agua.
Regresó con un vaso y me lo ofreció, a la mitad. Sacó una sobaquera, me sirvió ron hasta el tope.
–Siempre es mejor la oscuridad, las lámparas estorban, a no ser que produzcan rincones de penumbra, lo cual siempre es difícil –fumaba sin que el cigarro se consumiera. Me vio.
–Es una de las ventajas de mi condición, los cigarros nunca se terminan –y sacó uno, encendido, de la bolsa del saco. Me lo ofreció.
Le pegué una severa chupada, algo tendría que devolverme el dolor de muelas, lo único realmente existente. Empecé a reírme.
–Nada hay que justifique la risa de ningún hombre.
–Lo único que se me ocurre ahorita eres tú, güey –si no el dolor, el odio me regresaría al mundo del gato que, más allá de donde estaba, seguiría hambriento y chingando.
Me empiné el vaso, un buen sorbo.
–Ya me ha pasado antes, en Karnak, en una tasca de Toledo, en Ur de los caldeos, en una sacristía del Vaticano, incluso en la mesa de Kadafi, pero no en la de tu padre, que era un hombre asustado pero decente. No desperdicies el ron escupiéndomelo en la cara. Por cierto, ¿dónde está Ángela?
El ron pasó, lento, por mi garganta. Me repuse:
–Trabaja de puta en la casa de tu madre. ¿No has visto su número?
–¿El dancing para ciegos?
¿De qué hablaba este hombre?
–No, no lo he visto pero dicen que es memorable, causa alergias, dolores que no se quitan.
Chupé el cigarro y me levanté hacia la puerta de la casa. La abrí. Afuera, la lenta vida de la lluvia, el techo de nubes, el canto de un gallo en esa hora de fantasmas. Me introduje un dedo en la garganta.
–¿Podrías encender una luz? –le pedí entre mi saliva espesa.
–No.
Me restregué las babas en la boca, eructé, empujé todo mi vientre hacia el vacío. Nada salía que me aliviara. Me hinqué en el suelo de la cochera. Respiré profundo.
–¡Vecino, cabrón! –grité.
–Está soñando que le gritas –dijo el grandísimo hijo de puta a mis espaldas. Sentí sus pasos y luego el jalón de pelos; así, me condujo a la sala y me sirvió otro vaso de ron.
–Ora te lo acabas.
–Pinche gato, dónde estás... –preguntaba una boca que ya no era mía.
mis ojos oscilaban en la oscuridad, mi único punto de referencia era su cigarro. Traté de interrumpir el bamboleo de mi cabeza con las manos.
–Carajo, quiero que me duelan todos los dientes.
–No esta noche. Si alguien habla contigo el dolor se olvida.
Me reí. Recordé que un compañero de la primaria, un buen alma ingenuo hasta el copete, me había dicho lo mismo: "no le hagas caso y ya no te va a doler la muela".
–¿No vas a decir que ya lo sabías?
–No soy adivino –dijo y se levantó–. ¿Dónde está el gato?
–Con tu chingada madre... ya, pues, ya soñé mucho contigo, sácame de esta onda. Y si la ves...
Lo escuché trajinar en la cocina, subir las escaleras, llamar al gato como se llama a los gatos, suspirar, abrir los closets, cerrar puertas que no existen en mi casa. Jalar la cadena del baño. Expectorar. Sus pasos en el mosaico de la escalera. Su voz susurrando "bichito, bichito, bichito". Un maullido lánguido, la puerta que se cierra. A gatas fui hasta la mesa del comedor; en la luz indecisa de la aurora me serví otro trago.
El gato, putérrimo, nunca regresó.
Ni Ángela.

Alejandro Meneses.
Tomado del libro Ángela y los ciegos, editado por Cal y Arena en el año 2000.

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