miércoles, 6 de julio de 2011

UN BOCETO



Mi colaboración en el número 50 del suplemento Alebrije, del diario Cómo?, acerca de Alejandro Meneses, maestro, amigo y escritor muerto en Puebla hace 6 años. Seguiremos leyéndolo y extrañándolo...




I




Del primer día recuerdo haberme sentado a una mesa que me pareció demasiado larga, a cierta distancia de un desconocido que leía. Fue dos o tres días luego de pedir información, más con los ojos y a un cartel pegado en el muro. Talleres. De cuento, poesía, técnicas narrativas. Recuerdo observar el ventanal. Y esperar. Luego, la sonrisa detrás de los anteojos, una mochila de piel, alguien no muy alto, de mezclilla y tenis, cabello al hombro. Quien impartía el taller de cuento: Alejandro Meneses.




Recuerdo poco de esa tarde. Preguntas acerca de lecturas, creo, de nuestras actividades. Éramos dos las únicas ajenas por completo a literatura, o más bien a la creación literaria –el desconocido, después lo supe, tenía un año o dos tomando los talleres de cuento con Alejandro Meneses–: una estudiante de diseño, si no me falla la memoria, y yo, laboratorista en una fábrica de acabado textil.




Al final de la clase Alejandro dejó la primera tarea: una estatua que aparece en algún lugar. Así, sin más. El desconocido que leía cuando llegué leyó un cuento, una historia de ángeles que lloran lágrimas de piedra y batas blancas de psiquiátrico.




Y me acerqué al maestro para hacerle una petición: ¿podía mostrarle algo que había escrito para un concurso? Dijo sí, dijo que le hablara de tú.




La siguiente sesión –jueves– leí aquella primera tarea, un relato de dos o tres cuartillas, de forma acelerada, con voz y piernas temblorosas: la primera vez que leía algo delante de otros. De ese ejercicio Alejandro rescató el que la estatua apareciera en un pueblo, detalle similar a los otros relatos: las apariciones ocurrían en sitios pequeños, donde se podían sentir como propias.




Luego vinieron otras tareas: narrar desde la primera persona del plural, tomar los seis días de la creación como base de un texto, cómo toman en un pueblo que no aparece en los mapas la muerte de un pontífice –ésta en el taller después del taller, en la mesa de la esquina donde, si era martes, posiblemente podía encontrársele–. Vinieron también las preguntas, el hacerme chiquita en la silla –“¿Ya leyeron Pedro Páramo? Sí. Opiniones. ¿Ya leíste Pedro Páramo? No. Ya tienes tarea”–, la extensión del taller, los cuentos, las versiones de esos cuentos, cuentos reescritos, el cambio de casa, nuevos compañeros… El taller de cuento era algo que esperaba durante la semana, un lugar agradable y fresco donde refugiarse luego del trabajo en la fábrica, en mi caso, donde olvidar teñidos e igualaciones siempre urgentes.




Lo permanente, además de algunos de nosotros, fue la amabilidad de Alejandro, la generosidad con sus alumnos, con nuestros textos –aunque no se pudiera rescatar de ellos más que el título–, sus enormes conocimientos y esa casi risa en los ojos.







II




De la última clase recuerdo el haber sincronizado los relojes, sí, como en una película de espías y autos que se persiguen. De nuevo una tarea: alguien que planea un crimen mientras cocina. Miércoles, ya no era la Casa del Escritor sino PlantAlta. Hasta allí lo seguimos, a un par de cuadras del antiguo taller. Se fue pronto, llevaba prisa; debía entregar el suplemento. Ese día no hubo taller después del taller.




En cambio hubo una llamada. Un día antes de la siguiente clase. ¿Has visto al Meneses? Sí, la semana pasada. Ah. Es que. Parece… Que falleció el fin de semana. Va a haber una reunión. Y colgué. Y seguí tecleando: hice que una mujer matara a su esposo, que lo cocinara. Y llegó mi turno para hacer una llamada similar.




Recuerdo que sí, que fue cierto. Recuerdo la fotografía blanco y negro que se superpuso al hueco que dejó la ausencia de mi maestro: era la que aparecía en el último libro que presentó, Casa vacía. También recuerdo el llanto, el enojo con el mundo, con la vida, con lo que muchos llaman un poder superior, una mano que rige nuestros pasos y nuestros días. El nicho en la iglesia del Rayo. Eso y los homenajes, los recuerdos de sus amigos, de sus alumnos, escritos en papel, suplementos, fotografías.




Lo supe. No veríamos más la casi risa detrás de sus anteojos. Aun así queda en este lado del mundo el recuerdo de un maestro que pedía se le hablara de tú –“¿por qué de usted?, no me pongas apodos”, dijo, bromista, a una amiga–, de alguien que, sólo con estar, me daba la sensación de llevar la pluma por el sendero correcto, de un escritor enorme, constructor impecable de atmósferas. Y sus libros, por supuesto. Siempre.

martes, 5 de julio de 2011

A SEIS AÑOS, SEGUIMOS EXTRAÑANDO A ALEJANDRO MENESES.



Sí, también era lunes y estaba nublado. Entonces también tecleaba en la computadora. Entonces no tejía recuerdos, sino trozos de imaginación, en los que una mujer mataba a su esposo y lo cocinaba. Era un texto pequeño, para el taller que Alejandro Meneses no volvería a dar. Para el miércoles, para PlantAlta. Era lunes y recuerdo la llamada, el temblor en la voz al otro lado del celular. Y luego sabría por qué: por las palabras espinosas que a mi vez debí repetir, concatenadas a un parece, a una dirección en el centro, a una esperanza de que la noticia no fuera cierta.

Pero lo era. Era tan cierta como que al domingo sigue el lunes, como el cielo nublado y el frescor de hierro en el aire y la tristeza de los primeros días de julio. Como la muerte de Alejandro Meneses.

Hoy recuerdo el taller y quisiera no hacerlo; no recordar, seguir asistiendo.

Hoy quisiera esperar el jueves o el miércoles, o ir mañana a buscarlo porque tal vez, muy probablemente, anda cerca, en el centro.

Hoy quisiera teclear ejercicios y cuentos para ir a mostrárselos, la última versión de la versión de la versión.

Y quisiera escucharlo de nuevo; no en una cinta, o en un disco de cuando la presentación de su Casa vacía; verlo, pero no en fotografías con seis años de antigüedad.

Pero no será posible otra vez. Y eso es una mancha negra en cada cuatro de julio venidero. Sólo queda recordar que era un lunes y llovía.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

LA NOCHE DEL GATO

El gato empezó a maullar cuando metí la llave en la cerradura. Después de seis días sin comer me saltaría al cuello. Recordé que Ángela me había abandonado.
Abrir la puerta fue entrar a una jungla interior: en la oscuridad –sus ojos brillaban en la maleza– latía la presencia de un felino carnicero, comedor de hombres. En el cielo lejano, un relámpago; su estruendo retumbó en los cristales de la sala. Regresó la lluvia.
Encendí la luz, la jungla se deshizo, y apareció el gato marica de siempre, restregándose en mis tobillos; solté la maleta y pegó un respingo cunado le cayó encima de la cola. Se redoblaron los maullidos melosos, le di una patada pero se aferró a mis piernas. Con él a rastras fui a la cocina.
Abrí los anaqueles, revolví el refrigerador donde las verduras, abandonadas, criaban hongos con sabia paciencia; metí las manos en ciertos lugares de la alacena que no visitaba hacía meses: tallarines fosilizados, especias en peligro de extinción, harina convertida en roca, un caramelo, telarañas deshabitadas, el frágil cadáver de un ratón. Nada para gatos. Pinche Ángela, me había abandonado.
Este gato, blanco y negro como las vacas, siguió cada uno de mis movimientos con la atención irritante de los babosos. Desesperado le atzá otro patín en sus flacas nalgas. "¡Ya cabrón, no hay ni madres!"
Sin el menor sentido del orgullo, olvidando la ancestral altivez de los gatos, me siguió escaleras arriba y estuvo rondándome mientras yo vaciaba la maleta. Coloqué todo en su lugar con el gato entre las piernas; me siguió al baño, se aferró a los calzones sucios que metí en elc esto, me rasguñó una mano cuando levanté los periódicos regados por la recámara. Chillaba como si estuviera montando a la gata del vecino. "¡Puto, putísimo gato!", grité mientras lo pepenaba del cuello y lo lanzaba por la puerta que cerré con un golpe. Pero el hijo de la chingada se dedicó a arañarla y maullar como si se lo estuvieran cogiendo.
Durante todo el viaje de regreso –más de siete horas de Morelia a Puebla, con sus respectivos transbordos–, una muela me hizo aceptar la irremediable existencia del infierno. Pensaba en Ángela Adónica, en el sonido de sus zapatos en el pasillo, el portazo con que se despidió de mi vida.
–Te dejo al gato, par de putos. Adiós. –de la peda que traía no pude levantarme, arrojarme a sus zapatos de tacón alto y suplicarle que se quedara.
En el taxi el dolor declinó hasta convertirse en un latido pesado en el fondo de mi boca. Ahora, en la madrugada del domingo –desolada, lluviosa–, mientras un gato enloquecía en mi casa, se reiniciaba con un piquete, una gota hirviente que pugnaba por abrirse paso en la encía. Mi futuro próximo me causaba náuseas. Y el gato chinga y jode, psicótico abandonado en sus terrores de noche de tormenta.
Un relámpago silencioso recortó los árboles sobre la turbiedad de fondo marino del cielo. Alcancé a ver por la ventana el perfil de las casas vecinas, tenebrosas y solas. "La noche del domingo, puta madre", pensé, y en ese momento se fue la luz.
Un rayo íntimo, electricidad que desgarra, se encajó en mis encías. Apreté los dientes y el dolor escaló, a punta de piolet, hasta mi frente. Me dejé caer en la cama, una marea caliente recorría mis venas; me sobrecogió la terrible certeza de que había llegado, solo, a una isla desierta llamada Dolor de Muelas, de donde se regresa –en el mejor de los casos– medio loco.
En la oscuridad, mi muela emitía un pulsar fosforescente. Descendí las escaleras de una casa que había dejado de ser la mía, el dolor me desorientaba. En la planta baja, una penumbra cenicienta llenaba el aire estancado de mi ausencia. Las nubes refractaban luces lejanas. Caminaba como si el suelo me doliera, esperando que el felino recuperara su condición de fiera egipcia. Pero nada. Entré a la cocina y a tientas busqué la botella de ron.
Bebí, en una silla del comedor, hasta que la oscuridad comenzó a dar vueltas. Cerré los ojos. Pensé en el ruido de la lluvia, en los suicidas que en ese momento abandonaban la realidad aborrecible de los domingos. "No hay de otra, en todas partes, en esta hora de gatos acechantes, es domingo".
Ángela, a mi lado, me hacía más tolerables las mañanas de los domingos. Yo retiraba mis brazo, dormido, del peso de su cabeza. Besaba su sonrisa quieta y bajaba a preparar el desayuno. Me obligaba, casi de los pelos, a pensar en el domingo como un acontecimiento silencioso. Mientras chirriaba el tocino, me servía un buen trancazo de ron con jugo de naranja.
Ahora se había ido, con rumbo indefinido, irremediable.
Decidí llorar pero, como nadie me observaba, pensé que me vería ridículo.
El dolor de muelas crea un espacio mortecino que nos acompaña desde la infancia pero olvidamos, como si su ausencia lo eliminara de nuestra vida. Las pesadillas de la fiebre, erizadas, recorridas por globos viscosos que rebotan y explotan en cualquier momento, donde ruedan bolas inmensas de espinas y fibras turgentes, tal vez sean el territorio que este dolor domina.
Extrañé tiernamente al gato mientras me empinaba la botella. Conseguí una borrachera rápida, lastimera, insulsa, pero –oh alivio alejarse del mundo que sólo sabe dar vueltas– dormí; tal vez porque en mi recuerdo hay un espacio de silencio, indoloro...
Hasta que alguien encendió un cerillo y me hizo despertar. El dolor era un latido tenue, ya sin espinas. Sumergido en la sabiduría inversa del ron, vapuleado, no sabía qué pasaba.
La mano que sostenía el cerillo lo acercó hacia el cigarro que me colgaba de los labios. Lo primero que sentí fue miedo de inhalar, pensé que el aire frío haría funcionar nuevamente la maquinaria secreta del dolor. Me incorporé, me quité el cigarro de la boca.
–¿Quién chingaos...?
–Entré como siempre entro –dijo, luego encendió un cigarro.
Con el resplandor de la brasa su rostro se iluminó un momento. Era viejo pero su cuerpo no correspondía a su edad, era muy alto y delgado, vestía traje, alcancé a ver la corbata roja.
–Así me conoció Napoleón, así le pegué un susto al borracho de Fitzgerald, así me conociste hace muchos años, cuando eras un niño dormido y estuve platicando con tu padre. Así entro y salgo, aunque nunca sepa dónde entro ni de dónde salgo.
Ahora quería que la muela vibrara, que el empujón del dolor me despertara.
Vi su barbilla, su cuello lleno de pliegues, uno sobre otro, el nudo de la corbata; hablaba sin quitar el cigarro de los labios.
Se movió y yo di un salto. Se detuvo.
–Voy a la cocina, por agua.
Su voz era grave pero quebradiza, piedras deslizándose en el lecho del agua.
Regresó con un vaso y me lo ofreció, a la mitad. Sacó una sobaquera, me sirvió ron hasta el tope.
–Siempre es mejor la oscuridad, las lámparas estorban, a no ser que produzcan rincones de penumbra, lo cual siempre es difícil –fumaba sin que el cigarro se consumiera. Me vio.
–Es una de las ventajas de mi condición, los cigarros nunca se terminan –y sacó uno, encendido, de la bolsa del saco. Me lo ofreció.
Le pegué una severa chupada, algo tendría que devolverme el dolor de muelas, lo único realmente existente. Empecé a reírme.
–Nada hay que justifique la risa de ningún hombre.
–Lo único que se me ocurre ahorita eres tú, güey –si no el dolor, el odio me regresaría al mundo del gato que, más allá de donde estaba, seguiría hambriento y chingando.
Me empiné el vaso, un buen sorbo.
–Ya me ha pasado antes, en Karnak, en una tasca de Toledo, en Ur de los caldeos, en una sacristía del Vaticano, incluso en la mesa de Kadafi, pero no en la de tu padre, que era un hombre asustado pero decente. No desperdicies el ron escupiéndomelo en la cara. Por cierto, ¿dónde está Ángela?
El ron pasó, lento, por mi garganta. Me repuse:
–Trabaja de puta en la casa de tu madre. ¿No has visto su número?
–¿El dancing para ciegos?
¿De qué hablaba este hombre?
–No, no lo he visto pero dicen que es memorable, causa alergias, dolores que no se quitan.
Chupé el cigarro y me levanté hacia la puerta de la casa. La abrí. Afuera, la lenta vida de la lluvia, el techo de nubes, el canto de un gallo en esa hora de fantasmas. Me introduje un dedo en la garganta.
–¿Podrías encender una luz? –le pedí entre mi saliva espesa.
–No.
Me restregué las babas en la boca, eructé, empujé todo mi vientre hacia el vacío. Nada salía que me aliviara. Me hinqué en el suelo de la cochera. Respiré profundo.
–¡Vecino, cabrón! –grité.
–Está soñando que le gritas –dijo el grandísimo hijo de puta a mis espaldas. Sentí sus pasos y luego el jalón de pelos; así, me condujo a la sala y me sirvió otro vaso de ron.
–Ora te lo acabas.
–Pinche gato, dónde estás... –preguntaba una boca que ya no era mía.
mis ojos oscilaban en la oscuridad, mi único punto de referencia era su cigarro. Traté de interrumpir el bamboleo de mi cabeza con las manos.
–Carajo, quiero que me duelan todos los dientes.
–No esta noche. Si alguien habla contigo el dolor se olvida.
Me reí. Recordé que un compañero de la primaria, un buen alma ingenuo hasta el copete, me había dicho lo mismo: "no le hagas caso y ya no te va a doler la muela".
–¿No vas a decir que ya lo sabías?
–No soy adivino –dijo y se levantó–. ¿Dónde está el gato?
–Con tu chingada madre... ya, pues, ya soñé mucho contigo, sácame de esta onda. Y si la ves...
Lo escuché trajinar en la cocina, subir las escaleras, llamar al gato como se llama a los gatos, suspirar, abrir los closets, cerrar puertas que no existen en mi casa. Jalar la cadena del baño. Expectorar. Sus pasos en el mosaico de la escalera. Su voz susurrando "bichito, bichito, bichito". Un maullido lánguido, la puerta que se cierra. A gatas fui hasta la mesa del comedor; en la luz indecisa de la aurora me serví otro trago.
El gato, putérrimo, nunca regresó.
Ni Ángela.

Alejandro Meneses.
Tomado del libro Ángela y los ciegos, editado por Cal y Arena en el año 2000.

viernes, 25 de julio de 2008

PRIMERA RONDA EN LA MATRACA

http://mx.youtube.com/watch?v=mM94DYSDeYE

El video muestra el inicio del ciclo "Poesía en las cantinas". Fue en La Matraca, en contraesquina de la catedral, en el centro de la ciudad de Puebla. Gaby Puente recordó a Alejandro Meneses -excelente amigo y maestro, el mejor escritor- antes de iniciar la lectura.

lunes, 14 de julio de 2008

HACE DOS AÑOS...

El viernes 7 de julio, en Profética, a las 19:00 hrs. se realizó un homenaje a quien fuera uno de los mejores escritores avecindados en Puebla, Alejandro Meneses, a un año de su fallecimiento.La velada estuvo a cargo de sus alumnos, amigos, por qué no decirlo, pues Alejandro era más que un maestro: sentía preocupación por nosotros, trataba de conocer las inquietudes de cada quien. También participaron Ediciones de Educación y Cultura –dos rondas de osos y ejemplares del excelente libro póstumo, presentado también en Profética, Tan lejos, tan cerca, casi a mitad de precio.En las diversas lecturas, Alejandro Badillo, una servidora, Judith Castañeda, Elías D’Alva, Sergio Rosas y el maestro José Prats Sariol, tocaron diferentes aspectos de la vida del amigo: la cocina, el vodka, su eterna oficina instalada en una mesa del ya famoso bar “La Matraca”, ubicado en la contraesquina de la Catedral, su gusto por los autores estadounidenses, las atmósferas que envuelven sus cuentos, algunos de sus temas, como la muerte, aquella larga celebración del final de uno de los tallares en la SOGEM, en el 2004 –la recordó Badillo y los demás sonreímos: un taxi a las once de la noche, después de la lluvia y La Matraca, la ¿comida, cena?, en un restaurant cercano a la zona del Carmen, la caminata a las casi dos de la mañana hasta la 31 Poniente para dejar en su casa a Princesa, otra de sus alumnas, y por supuesto, en mi caso, la desmañanada para estar a las siete en el trabajo...Alternando textos y canciones, descubrí la faceta de compositor de Meneses (José Alejandro Onorio, sin “H”, diría Sergio Rosas). Fue un gusto escuchar en voz de Carlos Arellano y Luis Benítez canciones como el blues de Los cinco pesos, que conocía de un programa especial, hace prácticamente un año, transmitido por Radio BUAP.Entre los asistentes, estuvieron familiares y amigos de Alejandro: su madre, la señora Malena, Rosa e Irasema, viudas, su hija Fernanda, Efigenio Morales, Víctor Arellano, Julio Eutiquio Sarabia, Mariano Morales, del Síntesis, con quien tanto tiempo colaboró Meneses, coordinando el suplemento cultural Catedral, Blanca Luz Pulido, Víctor Rojas y Miraceti Jiménez, entre otros, a quienes agradezco su presencia.Aproximadamente hora y media, y aun así el tiempo no fue la gota que no termina de caer de la llave. Se sintió la presencia de Alejandro en el ambiente, en el rostro de su hermano mayor, tan parecido a él, en el agradecimiento de su madre y sus hermanos, en los recuerdos y la música.Tal vez Alejandro, el gurú, mi profe, estuvo burlándose, como comentó Carlos Arellano al inicio de una canción, pero no importa; sus alumnos no podíamos dejar pasar de lado el primer año de su ausencia, el agradecimiento a sus consejos, a su compañía, a su persona tan generosa con nosotros, a su sabiduría, a su amistad. Al hecho de que hayamos estado junto a él por algún tiempo, menor en mi caso, a partir de marzo del 2002.A Meneses, además de lo mucho o poco que sé, lo que he intentado escribir, le debo mi herencia: buenos amigos de quienes también he aprendido y sigo aprendiendo, Alejandro Badillo, el bigardón de Elías, Sergio, Maribel, Betty Meyer, José Prats... Gracias, Meneses, y nos seguiremos viendo cuando abra Días extraños, Tan lejos, tan cerca o Ángela y los ciegos, cuando escoja, ante la computadora o una libreta, qué teclas oprimir, qué trazos formarán el primer párrafo, el título. Cuando dude y te escuche decir: “¿Te cae?”